Una mirada poco atenta podrá pensar que pasó menos de lo que dijeron. Unos ojos exagerados dirán que no se ha avanzado nada. Los que queremos a Acapulco sabemos en su justa dimension que el puerto se destruyó y que meses después se han hecho enormes esfuerzos por ponerle de pie. Falta tanto, pero gracias a la belleza del puerto parece que pasó menos.
El azul brillante del mar se contrasta con el cielo dando un reflejo que se pinta de dorados de sol. Aunque las palmeras están despeluchadas, muchas siguen de pie y con ganas de retoñar. El aire de Otis arrasó con cuanto vidrio encontró a su paso y esos huecos siguen en casi todos lados. Lo efímero, lo inmediato, lo frágil voló.
La mirada más fina logra ver el desastre. Sigue habiendo casas destruidas, puertas que se vinieron abajo, carros que quedaron aplastados, cables en el suelo, escombros. Sí, aunque ya pasaron meses, aún se pueden ver las huellas de la destrucción.
Pero, también se ve el yate Fiesta cruzando la Bahía de Santa Lucía, los parachuttes se elevan por los aires a la orilla de la playa, hay pocos turistas, es verdad, pero los que hay se divierten toda la noche y se asolean durante el día. Esa alma acapulqueña no se extingue, es permanente.
Caminar por las calles por las que he caminado por años me da perspectiva. Hay tanto por hacer y se ha hecho mucho. Hay daños que se están reparando y otros que ya se van a quedar así. Se ve.
Me sorprendió ver en la cúpula de la casa de mi vecina una cruz chueca. Me recordó la corona del rey San Wenceslao. Llevaba puesta la corona a una de las batallas, un soldado enemigo le dio un espadazo en la cabeza y la cruz de su corona impidió su muerte. Quedó ladeada después del trancazo. Como signo, el rey jamás reparó la corona, dejó la cruz chueca. Ese fue su signo de identidad.
Tal vez, ese sea el signo de la casa de mi vecina. Una cruz chueca sobre la cúpula que protegió su casa.